Gillermo Valencia

Gillermo Valencia

25 de marzo de 2007

ANARKOS

De todo lo escrito amo solamente lo que
el hombre escribió con su propia sangre.
Escribe con sangre y aprenderás que la
sangre es espíritu.
Federico Nietzsche.

En el umbral de la polvosa, puerta,
sucia la piel y el cuerpo entumecido,
he visto, al rayo de una luz incierta,
un perro melancólico, dormido.

¿En qué sueña? Tal vez árida fiebre
cual un espino sus entrañas hinca
o le finge los pasos de una liebre
que ante sus ojos descuidada brinca.

Y cuando el alba sobre el Orbe mudo
como un ave de luz se despereza,
ese perro nostálgico y lanudo
sacude soñoliento la cabeza
y se echa a andar por la fragosa vía,
con su ceño de inválido mendigo,
mientras mueren las ráfagas del día
para tornar a su fangoso abrigo.

Hundido en la cloaca
la agita con sus manos temblorosas,
y de esa tumba miserable saca
tiras de piel, cadáveres de cosas.
Entre tanto, felices compañeros
sobre la falda azul de las princesas
y en las manos de nobles caballeros
comparten el deleite de las mesas;
ciñen collares de valioso broche,
y en las gélidas horas de la noche
tienen calor, en tanto que el proscrito
que va sin dueño entre el humano enjambre,
tropieza con el tósigo maldito
creyendo ahogar el hambre,
y en las hondas fatigas del veneno
echado sobre el polvo se estremece,
fatídico temblor le turba el seno,
y con el ojo tímido, saltado,
sobre la tierra sin piedad fallece.

Todos vuelven la faz, nadie le toca:
al bardo sólo que a su lado pasa,
atedia la frescura de su boca
"donde nítidos dientes
se enfilan como perlas refulgentes"...

Mísero can, hermano
de los parias, tú inicias la cadena
de los que pisan el erial humano
roídos por el cáncer de su pena;
es su cansancio igual a tu fatiga,
como tú se acurrucan en los quicios
o piden paz, sin una mano amiga,
al silencio de oscuros precipicios.
Son los siervos del pan: fecunda horda
que llena el mundo de vencidos. Llama
ávida de lamer. Tormenta sorda
que sobre el Orbe enloquecido brama.

Y son sus hijos pálidas legiones
de espectros que en la noche de sus cuevas,
al ritmo de sus tristes corazones
viven soñando con auroras nuevas
de un sol de amor en mística alborada,
y, sin que llegue la mentida crisis,
en medio de su mísera nidada
¡los degüellan las ráfagas de tisis!

Los mudos socavones de las minas
se tragan en falanges los obreros
que, suspendidos sobre abismo loco,
semejan golondrinas
posadas en fantásticos aleros.
Con luz fosforescente de cocuyos,
trémula y amarilla,
perfora oscuridad su lamparilla;
sobre vertiginosos voladeros
acometen olímpicos trabajos,
y en tintas de carbón ennegrecidos,
se clavan en los fríos agujeros,
como un pueblo infeliz de escarabajos
a taladrar los árboles podridos.
Sus manos desgarradas
vierten sangre; sarcástica retumba
la voz en la recóndita huronera:
allí fue su vivir; allí su tumba
les abrirá la bárbara cantera
que inmóvil, dura, sus alientos gasta,
o frenética y ciega y bruta y sorda
con sus olas de piedra los aplasta.

El minero jadeante
mira saltar la chispa de diamante
que años después envidiará su hija,
cuando triste y hambrienta y haraposa,
la mejilla más blanca que una rosa
blanca, y el ojo con azul ojera,
se pare a remirarla, codiciosa,
al través de una diáfana vidriera,
do mágicos joyeles
en rubias sedas y olorosas pieles
fulgen: piedras de trémulos cambiantes,
ligadas por artistas
en cintillos: rubíes y amatistas,
zafiros y brillantes,
la perla oscura y el topacio gualda,
y en su mórbido estuche de rojizo peluche,
como vivo retoño, la esmeralda.
La joven, pensativa,
sus ojos clava, de un azul intenso,
en las joyas, cautiva
de algo que duerme entre el tesoro inmenso
no es la codicia sórdida que labra
el pecho de los viles:
es que la dicen mística palabra
las gemas que tallaron los buriles:
ellas proclaman la fatiga ignota
de los mineros; acosada estirpe
que sobre recio pedernal se agota,
destrozada la faz, el alma rota,
sin un caudillo que su mal extirpe:

El diamante es el lloro
de la raza minera
en los antros más hondos de la hullera;

¡ loor a los valientes campeones
que vertieron sus lágrimas
entre los socavones!

Es el rubí la sangre de los héroes que, en épicas faenas,
tiñeron el filón con el desangre
que hurtó la vida a sus hinchadas venas;

¡loor a los valientes campeones
que perdieron sus vidas
entre los socavones!

El zafiro recuerda
a los trabajadores de las simas
el último girón de cielo puro
que vieron al mecerse de la cuerda
que los bajaba al laberinto oscuro;

¡ loor a los sepultos campeones
que no verán ya el cielo
entre los socavones!

Y el topacio de tinte amarillento
es recóndita ira
y concreciones de dolor; lamento
que entre el callado boquerón expira;

¡ loor a los cautivos campeones
que como fieras rugen
entre los socavones!

La joven pordiosera
huyó. . . . . .

¿Que formidable vocerío
pasa volando por el azul esfera,
con el lejano murmurar de un río?
Es una turba de profetas. Vienen
al aire desplegando los pendones
color de cielo; sus cabezas tienen
profusas cabelleras de leones.
En sus labios marchitos se adivina
el himno, la oración y la blasfemia;
llama febril sus ojos ilumina
de sacros resplandores;
pálidos como el rostro de la Anemia,
llegaron ya; son los conquistadores
del Ideal: ¡dad paso a la bohemia!
Ebrios todos de un vino luminoso
que no beben los bárbaros, y envueltos
en andrajos, son almas de coloso,
que treparán a la impasible altura
donde afilan sus hojas los laureles
conque ciñes de olímpica verdura
en tu vasto proscenio
a los ungidos de tu Crisma, ¡ oh Genio!
Aquel muestra su aljaba
de combate, repleta de pinceles;
el otro vibra, como ruda clava,
un cuadrado amartillo y dos cinceles;
se interrogan, se dicen sus proyectos
de obras que dejarán eternos rasgos;
aunque sean insectos,
el mármol y el pincel los harán astros.
Un escultor ofrece
pulir la piedra como fino encaje
para velar un seno que florece
bajo la ténue morbidez del traje;
aquése de fosfórica pupila,
que las del gato iguala,
discurre solo en actitud tranquila
con el azul cuaderno bajo el ala;
y el bardo decadente,
el bardo mártir que suscita mofas,
levantará la frente,
alto nido de férvidas estrofas,
y de sus labios, que el reír no alegra,
brotará el pensamiento
como un águila negra,
con las alas enormes
desplegadas al viento,
para cantar la Venus Victoriosa
cuya violenta juventud encarne
el espíritu alegre de la diosa
en las melancolías de la carne.

El músico, doblando la cabeza
sobre la débil caja
de su violín sonoro,
dice la voz que de los cielos baja
como un perfume del jardín de oro,

y, agarrando del cuello enflaquecido
al tísico instrumento,
lo hace gritar con trágico alarido,
y con ahogados trémulos simula
el sollozo de un mártir que se queja
bajo el negro dogal que lo extrangula;
y sobre todos flota,
como un sueño de amor en la noche larga,
la paz del arte que su duelo embota
y su llagado corazón embarga.

Desventurada tribu
de miserables, vuestro ensueño vano
vuela solo entre sombras como vuelan
las grullas en las noches de verano.
Esa lumbre asesina de los focos
que doran las soberbias capitales,
arderá vuestras frentes inmortales
y vuestras alas de zafir, ¡oh Locos!
Sin pan, ni amor, ni gruta
donde dormir vuestras febriles horas,
sucumbís a la bárbara cadena,
sin más visión que la chafada ruta
que os empuja a los légamos del Sena ...
¡Canes, minero, artistas,
el árido recinto que os encierra
consume vuestros míseros desojos;
y en el agrio Sahara de la tierra
sólo hallasteis el agua ... de los ojos!
Huíd como una banda tenebrosa
de pájaros nocturnos que entre ramas
hienden la oscuridad sin voz ni huella;

morid: ¡para vosotros
no se despierta el día
ni se columpia en el Zenit la estrella
que llamaron los hombres Alegría
Cuan lejos de vosotros se levanta,
sobre columnas de marfil bruñido,
la ciudad de los Amos donde canta
su canto de ventura
el gozo entre las almas escondido.
Allí todos olvidan
vuestra angustia. Los árboles no dejan
-de silencio cargados y de flores-
> llegar, de los vencidos que se quejan,
el treno funeral de sus dolores;
allí, cual un torrente
que dé sus ondas a dormidas charcas,
resbala fríamente
con ruido sonoro
el oro, a los abismos de las arcas.
Allí las sedas crujen
como crujen las carnes sacudidas
por las fieras: son fieras que no rugen
los seres sin piedad. Ved como pasa
sobre el marmóreo suelo,
con su capa de pieles la hembra dura
cual un oso gigante sobre hielo.
¿Por qué se abren sus ojos
desmesuradamente?
¡Ah! si es que apunta con fulgores rojos
el astro de la sangre por Oriente.
Bajo el odio del viento y de la lluvia
por la frígida estepa se adelantan
los domadores de la Bestia rubia;

ya los perros sarnosos
se tornaron chacales. De ira ciego
el minero de ayer se precipita
sobre los tronos. Un airado fuego
entre sus manos trémulas palpita,
y sorda a la niñez, al llanto, al ruego,
¡ruge la tempestad de dinamita!
¡Son los hijos de Anarkos! Su mirada,
con reverberaciones de locura,
evoca ruinas y predice males:
parecen tigres de la Selva oscura
con nostalgias de víctima y juncales.
El furioso caer de sus piquetas
en trizas torna la vetusta arcada
que erigieron al Bien nuestros mayores;
y por la red de las enormes grietas
va filtrando, con tintes de alborada,
un sol de juventud sus resplandores.

Aquél un arma ruda
pide, que parta huesos y que exprima
el verbo de la cólera; filuda
por el trabajo, recogió su lima
de fatigado obrero,
y bajo el golpe de Lucheni, ¡muda
cayó la Emperatriz como un cordero!

Pini, Vaillant, Caserio y Angiolillo,
vuestro valor ante la muerte espanta;
negros emperadores del cuchillo,
que rendís la garganta
como débil mendrugo
a las ávidas fauces del verdugo;

de duques y barones
no circundó plegada muselina
vuestros cuellos. Allí donde culmina
el dorado listón de los toisones
os dio la guillotina
su mordisco glacial; vendimiadora
que la tez y las almas descolora.

Aún parece vibrar en mis oídos
la voz de Emile Henry; ya bajo el hacha
iba la a rodar su juvenil cabeza,
como la flor al soplo de la racha,
y exclamo: "GERMINAL,"
y de su herida
corrió una fuente de licor sagrado
que bautizó la historia dolorida
de los siervos, con óleo ensangrentado.
Y ése fue dulce al comenzar; renuevo
de razas de alto nombre.
¿Quién me dirá si un huevo
son de torcaz o víbora? La mente
no sabe leer lo que en el tiempo asoma;
el hombre, como el huevo,
en nidos de dolor será serpiente,
¡en nidos de piedad será paloma!

Por dondequiera que mi sér camine
Anarkos va, que todo lo deslustra;
¡un rito secular que no decline
ante el puño brutal de Bakunine,
y el heraldo feroz de Zarathustra!

No puede ser que vivan en la arena
los hombres como púgiles; la vida
es una fuente para todos llena;
id a beber, esclavos sin cadena;
potentado, ¡tu siervo te convida!
¡Nada escuchan! Los pobres, a la jaula
de la miseria se resisten fieros,
y con brazo de adustos domadores
y el ojo sin ternura, ¡los enjaula
la codicia sin fin de los señores!

¿Quién los conciliará? Tibios reflejos
de una luz paternal y vespertina
visten de claridad el linde vago:
es que el Patriarca de los Ritos viejos,
de sapiencia cubierto, se avecina,
con la nerviosa palidez de un mago.
Es flaco y débil; su figura finge
lo espiritual; el cuerpo es una rama
donde canta su espíritu de Esfinge;
y su sangre, la llama
que los miembros cansados transparenta;
de su nariz el lóbulo movible
aspira lo invisible,
son sus patricias manos una garra
febril y amarillenta
es de los griegos la gentil cigarra
¡que con mirar el éter se alimenta!
Impalpable se irgue
-melancólico espectro-
y de la cuerda blanca
a su místico plectro
la melodía arranca.

Impalpable se irgue;
hay algo de felino
en su trémula marcha,
hay mucho de divino
en la nítida escarcha
que su cabeza orea.
Cruza sin otras galas
que la túnica nívea
que semeja las alas
rotas de un genio de celeste coro,
y sobre el pecho una
cruz de pálido oro.
Alza el brazo. La Europa
lo aguarda como a antiguo caballero,
debajo de una bóveda de acero;
calla sus labios la soberbia tropa
de esclavos y señores;
el Pontífice augusto
trae el bálsamo santo que redime,
y calma la batalla de panteras;
revalúa lo justo;
ya va a decir el símbolo sublime ...
y de sus labios tiernos
salió, como relámpago imprevisto,
a impulso de los hálitos eternos
esta sola palabra:
"JESUCRISTO."

15 de marzo de 2007

CIGÜEÑAS BLANCAS

De cigüeñas la tímida bandada
recogiendo las alas blandamente
paró sobre la torre abandonada
a la luz del crepúsculo muriente;

hora en que el mago de feliz paleta
vierte bajo la cúpula radiante
pálidos tintes de fugaz violeta
que risa con su soplo el aura errante.

Esas aves me inquietan: en el alma
reconstruyen mis rotas alegrías;
evocan en mi espíritu la calma,
la augusta calma de mejores días.

Afrenta la negrura de sus ojos
el abenuz de tonos encendidos,
y van los picos de matices rojos
a sus gargantas de alabastro unidos.

Vago signo de mística tristeza
es el perfil de su sedoso flanco
que evoca, cuando el sol se despereza,
las lentas agonías de lo blanco.

Con la testa de mágica blancura
con el talle de lánguido diseño,
semeja en el espacio su figura
el pálido estandarte del ensueño

Y si huyendo la garra que le acecha,
el ala encoge, la cabeza extiende,
parece un arco de rojiza flecha
que oculta mano en el espacio tiende.

A los fulgores de sidérea lumbre,
en el vaivén de su cansado vuelo,
fingen bajo cóncava techumbre,
bacantes del azul ebrias de cielo...

14 de marzo de 2007

AMOR VERDADERO

Tu indiferencia aumenta mi deseo.
Cierro los ojos yo por olvidarte,
y cuando más procuro no mirarte
y más cierro los ojos, más te veo.

Humildemente en pos de ti rastreo.
humildemente sin lograr cambiarte,
cuando alzas tu desdén como un baluarte
entre tu corazón y mi deseo.

Sé que jamás te alcanzará mi anhelo,
que otro feliz levantará tu velo
¡y estrechará tu juventud en flor!

Y, en tanto crece mi pasión y avanza:
es medio amor amar sin esperanza,
y amar sin ella, ¡verdadero amor!

CANTO A POPAYAN

Apoteosis a Popayan

Efrain Martinez

Oleo sobre lienzo

Universidad del Cauca





Glorificate a la citá fecunda Gabriel D'Annunzio.

Ni mármoles épicos, claros de lumbre y coronas,
ni muros invictos, que prósperos hierros defiendan,
y guarden leones de tranquila postura triunfal;
ni erectas pirámides -urnas al genio propicias-
magníficamente tu fama dilatan, sonora,
con voces eternas, ¡fecunda Ciudad maternal!

Extática, lúgubre, las procelosas cuadrigas
tu sueño sacuden, ¡nostálgico pozo de olvido!
Abejas de Jonia melifican del árbol en flor
que nutres, y al águila, ebria de luz y viento,
las garras febriles y el pecho tremente de luchas,
aplacan tus gélicas aguas de amargo sabor.

Tú vives del silencio... Cércante vigilantes colinas,
do el Monte puro bajo el azul destella.
Sofrenas tu río, alma viva del gesto fugaz,
y el ánfora esbelta, rica de sangre augusta,
perenne derramas, al brillo de estrellas insomnes...
¡y brotan las bélicas palmas en lírico haz!

Tu vives del pasado. Púrpura de razas soberbias
en prófugo instante volaba quemando tus hombros,
y en púberes gajos reían las pomas de miel...
¡Levanta! ¡la túnica fulge de honor y heridas!
acudan tus buenos u el rostro marchito restauren,
¡y mullan tus sendas con hojas de nuevo laurel!

Vives del futuro. Las árticas brumas del tiempo
rasgas; con ojos sabios interrogas la Noche;
Y tus hijos epónimos magnifican el prístimo azur
con trémulos halos, y miras tu raza ventura
feliz en la fuerza, feliz en sondar el misterio,
que puso en el éter el místico Signo del Sur.

Tú vives de tus glorias. En himno sin término vuelan
tu soberbia esperanza con alas de victoria,
tus bruñidos escudos, tu gladio de fosco metal.
Con numeroso verbo tus triunfos en ágora enalba,
y, costálida fuente, sólo por tí murmulla
del héroe aquilino la pródiga voz de cristal.

Y vives de tus dones. Tu mísera gente africana
por tí las manos muestra, sin hierros, a la Vida,
y, en férvido ahinco, monumentos de forma sin fin
erige con el bronce vivo de sus progenies
que en móviles gruños, de toscas o nobles figuras
relievan tu hazaña, ¡del uno hasta el otro confín!...

Y vives de imposibles. Al óptimo, audaz Caballero,
Señor de la Mancha, de escuálida, triste figura,
sepulcro le diste bajo un roble de añosa virtud.
¡Patético hidalgo! de prez tus armas brillan:
dos veces tus pares probaron al orbe su temple:
en trágico golfo, tu yelmo; tu lanza, en ¡Cuaspud!

Tú vives del martirio. Monótono arroyo de sangre
afluye de tu pecho al ávido mar sin orillas...
Del Orto al Poniente glorifica tu sino -¡la Cruz!-
Al ara fatídica llevan, cual eterno holocausto,
su genio tu prócer; el mútilo, Camilo;
tu víctima sacra, sus púdicos lirios de luz...

Y vives del orgullo. Colérica tribu de azores
tus marchas preside. Las víboras mudas se tuercen
al golpe moroso de tu centro de insigne marfil.
A ti los relámpagos ciñen radial corona;
a ti las tempestades rinden sus espadas de oro;
conquistas evoca tu rostro de fiero perfil.

Y vives con tu cielo, libélula errante cogida
entre las redes que urde la luz de monte a monte.
-La tarde se mustia... Figuras teñidas de tul
agrúpanse pávidas... Arde implacable hoguera:
el cóncavo cruzan torbellinos de nácares y oro,
y el Rey degollado mil veces purpura el azul...

En lóbregas simas tu savia la plebe concentra
como el carbón sepulto, la chispa milenaria.
Tus bíblicas madres, cual espigas al beso de abril,
inclínanse grávidas... Fluyan eternamente,
como las aguas mudas entre las selvas mudas,
tus próceres gérmenes de fausto ¡vigor juvenil!

Guillermo Valencia

ESFINGE

A.M.G.

Todo en ti me conturba y todo en ti me engaña,
desde tu boca, donde la pasión se adivina
que empurpura los pétalos de esa rosa felina,
hasta la rubia movilidad de tu pestaña.

Todo en ti me es adverso, tu sonrisa me daña
como un hechizo, y en tu plática divina
por un campo de flores la falacia camina
fríamente cual una ponzoñosa alimaña. (1)

Con tu rostro de mártir eres una venganza.
Tus manecitas estrangularon mi esperanza,
y es tu flor un eufobio semioculto entre tules.

Tu lámpara alimentan alas de mariposa,
arda en ella este verso que me inspiró tu prosa:
¡eres una mentira con los ojos azules!

(1) Reminiscencias de Góngora. -N.del A.

MELANCOLÍA











Melancolia
Alberto Durero
Grabado





Grabado del Durero

¡Oh vagos matices
de lánguidos grises
que ahuyentan la calma
si invaden el alma!
¡Oh dolor sincero
de la Fantasía!
¡Oh Melancolía
de Alberto Durero!


Cuadro que despiertas
las visiones muertas
que forjó el Anhelo
para mi consuelo,
simbólica mano
con líneas febriles
trenzó en tus perfiles
al Género humano!


La luz amarilla
que en ráfagas brilla
y apenas alumbra
la tibia penumbra,
dorando los muros
en negro recorta
la vieja retorta
de picos oscuros.


La Kábala eximia,
los trazos de Alquimia
fatigan la alfombra
cargados de sombra...
Y en negras marañas
sobre las paredes
se enredan las redes
de las telarañas.


Alada figura
de etérea blancura,
los seres olvida
de flores ceñida:
Yo finjo que vierte
su labio de diosa
la paz de la fosa
y el don de la muerte.


La angosta persiana
de vieja ventana.,
sugiere sin tules
los cielos azules,
y sobre las alas
de lóbrego piélago,
gigante murciélago
sacude las alas.


Cual fijo en papiro
la piel del vampiro
despliega en la sombra
vocablo que asombra.


¿Quién lo escribiría
con burla macabra,
aquella palabra
de «Melancolía»?


¿Es débil gemido
que anuncia el olvido,
o símbolo oscuro
que cifra el futuro?
¿Es la oculta clave
del amor humano,
o el ¡ay! de un gusano
que quiso ser ave?


¡Oh vagos matices
de lánguidos grises
que ahuyentan la calma
si invaden el alma!
¡Oh, dolor sincero
de la Fantasía!
¡Oh Melancolía
de Alberto Durero!


Cuadro que despiertas
las visiones muertas
que forjó el anhelo,
para mi consuelo,
simbólica mano
con líneas febriles
trazó en tus perfiles
¡al Género Humano!

PALEMON EL ESTILITA

Enfuriado el Maligno Spiritu de la devota
e sancta vida que el dicho ermitanno facia,
entróle fuertemientre deseo de facerlo caer en
grande y carboniento peccado. Ca estos e non
otros son sus pensamientos e obras.
Apeles Mestres. -Garin



Palemón el Estilita, sucesor del viejo Antonio,
que burló con tanto ingenio las astucias del demonio,
antiquísima columna de granito
se ha buscado el desierto por mansión,
y en pie sobre la stela
ha pasado muchos días
inspirando a sus oyentes
el horror a los judíos
y el horror a las judías
que endiosaron ¡Dios del cielo!
que endiosaron a una hermosa
de la vida borrascosa,
que llamaban Herodías.

Palemón el Estilita «era un santo». Su retiro
circuían mercadantes de Lycoples y de Tiro,
judaizantes de apartadas sinagogas,
que anhelaban de sus labios escuchar
la palabra de consuelo,
la palabra de verdad
que nos salve del castigo,
y de par en par el Cielo
nos entregue; sólo abrigo
contra el pérfido enemigo
que nos busca sin cesar
y nos tienta con el fuego de unos ojos
que destellan bajo el lino de una toca,
con la púrpura de frescos labios rojos
y los pálidos marfiles de una boca.
Alrededor de la columna que habitaba el Estilita,
como un mar efervescente, muchedumbre ingente agita,
los turbantes, los bastones y los brazos,
y demanda su sermón al solitario
cuya hueca voz de enfermo
fuerzas cobra ante la mies
que el Señor ha deparado
a su hoz, y cruza el yermo
que turbaron otros tiempos los timbales de Ramsés.

Y les habla de las obras de piedad y sacrificio,
de las rudas tentaciones del Apóstol y del vicio
que llevamos en nosotros; del ayuno y el cilicio,
del vivir año tras año con las fieras
bajo rotos quitasoles de palmeras;
y les cuenta lo que es sed y lo que es hambre,
lo que son las noches cálidas de Libia,
cuando bulle de planetas un enjambre,
y susurra en los palmares la aura tibia,
que provocan en el ánimo cansado
de una vida muerta y loca
los recuerdos tormentosos
que en los días pesarosos,
que en los días soñolientos
de tristezas y de calma
nos golpean en el alma
con sus mágicos acentos
cual la espuma débil
toca
la cabeza dura y fría
de la roca.

De la turba que le oía
una linda pecadora
destacóse: parecía
la primera luz del día,
y en lo negro de sus ojos
la mirada tentadora
era un áspid: amplia túnica de grana
dibujaba las esferas de su seno;
nunca vieran los jardines de Ecbatana
otro talle más airoso, blanco y lleno;
bajo el arco victorioso de las cejas
era un triunfo la pupila quieta y brava,
y, cual conchas sonrosadas, las orejas
se escondían bajo un pelo que temblaba
como oro derretido;
de sus manos blancas, frescas,
el purísimo diseño
semejaba lotos vivos
de alabastro,
irradiaba toda ella
como un astro;
era sueño
que vagaba
con la turba adormecida
y cruzaba
-la sandalia al pie ceñida-
cual la muda sombra errante
de una sílfide,
de una sílfide seguida
por su amante.

Y el buen monje
la miraba,
la miraba,
la miraba,
y, queriendo hablar, no hablaba,
y sentía su alma esclava
de la bella pecadora de mirada tentadora,
y un ardor nunca sentido
sus arterias encendía,
y un temblor desconocido
su figura
larga
y flaca
y amarilla
sacudía:
¡era amor! El monje adusto
en esa hora sintió el gusto
de los seres y la vida;
su guarida
de repente abandonaron
pensamientos tenebrosos
que en la mente
se asilaron
del proscrito
que, dejando su columna
de granito,
y en coloquio con la bella
cortesana,
se marchó por el desierto
despacito...
a la vista de la muda,
¡a la vista de la absorta caravana!...